martes, 15 de noviembre de 2011

Reseña de Ruido Blanco (Lustra, 2011) por el poeta Diego Molina Rey de Castro



And now I’ll be at
liberty to enjoy the whole truth in one soul and one body

Arthur Rimbaud


Intentando leer algunos estudios que fusionan lo que es sonido con matemática, se podría decir lo siguiente: el ruido blanco es una señal que contiene todas las frecuencias y todas ellas muestran la misma potencia. Igual como la luz blanca contiene a todos los colores. Por eso el nombre. Es decir, todas las frecuencias, que juntas se hacen ilegibles, pero al unirlas en la misma potencia dan como resultado una sola señal.
Así también, el ruido blanco es el residuo que queda después de extraer toda la redundancia a un proceso estocástico. En suma, cuando un componente caótico, impredecible, o una serie de variables aleatorias «evolucionan» en función a otra variable estable, «generalmente el tiempo». El resultado de eso, en términos estadísticos, es el ruido blanco.
En el mismo sentido, el último poema del libro de Mario Pera se llama «Después del Caos» y sus últimas líneas sentencian la epifanía producida en el ejercicio del libro. Y es que Ruido Blanco de Mario Pera es la «recepción» de todas las frecuencias que percibe la antena del poeta y que van siendo «traducidas» a través de una variable, de una sola potencia: la poesía.
Para el autor, sin la poesía, todos esos «ruidos» externos, internos, aprendidos, familiares, soñados, históricos, deseados, religiosos, etc. son imposibles de aprehender. La palabra le permite a Mario Pera, y/o a su yo poético, coger esos ruidos, esas frecuencias, para encontrar su propia voz, su propia razón de ser. En suma, su propia señal que le dará su sentido en el Mundo. El resultado de esta gran tarea es Ruido Blanco.
Esta urgente necesidad de sintonización con el caos es un punto de inflexión que sucede en varios poetas cuando encuentran, en la poesía, la señal para descubrir su destino. Pero esto obliga a «fundirse» en la suma de todos los ruidos, cuya mejor analogía es el Infierno. Este proceso, que es como la aplicación de la Teoría del Todo a uno mismo, tiene su exponente más simbólico en Una Temporada en el Infierno de Arthur Rimbaud.

Mario Pera en el Infierno
Entonces, permítanme resaltar algunas similitudes y diferencias entre ambos libros. No en el sentido estilístico, ya que la obra de Rimbaud es narrativa, casi teatral, sino más bien en el puro estado del ser y la intensión. Al igual que el escritor francés, Mario Pera ha descendido a sí mismo —como dice Jerónimo Pimentel en la contraportada—, para encontrar si lo que —como ser humano, como escritor— es suficiente para obtener una justificación a la existencia como especie, y a la suya propia. Este libro se confiesa único ante el momento por el que pasa el escritor: «Nunca he escrito sobre esto. Algunas veces apreté mi puño contra la hoja vacía, y todo fue inútil, las palabras se quebraron sobre el papel». Dice Mario Pera en el poema titulado «Se sueltan las amarras».
Vamos desde el principio: mientras esa búsqueda capital le exige a Rimbaud desentrañar a sus ancestros y la historia de Francia, para Mario Pera, el comienzo de esta aventura es más personal, se inicia con sus padres. «Mi madre no se llama María, no es virgen, ni hubiese permitido que me flagelaran, tolerándolo en sosiego». Estos son los primeros versos del primer poema. La imagen de la madre es relativamente recurrente en el libro, ella es el origen de la moral cristiana —la simbología cristiana sí es constante en varios versos— que el poeta siente que traiciona, ya que no es parte de su naturaleza: «el rosario de mi madre, que arde bajo mi almohada». Esto mismo le sucede a Rimbaud con la moral cristiana y, en general, con las directrices de la civilización. Esto le genera un severo cuestionamiento en lo más profundo del infierno. En el caso de Mario Pera, el cuestionamiento se da por momentos muy definidos, como en «Auto de fe» donde confiesa que «extraña la vida», porque sabe que su destino, erguido por su naturaleza, es cercano a la muerte.
Regresando a la vía de su destino, el poeta se reconoce un mal hijo, un agnóstico, un onanista, «yo también soy un traidor —nos dice en “Oración del Clochard Moribundo”—vendí mi nombre, y mi voz la enclaustré eternamente en el llanto de mi madre». Se nos devela entonces, en esta inmersión, en este soliloquio, que el poeta es como Judas, y, aunque posiblemente correrá la misma suerte, decide proseguir su camino.
Pero la analogía del yo poético se da más veces con Cristo, en el sentido de continuar con un destino que, movido por sus convicciones y su naturaleza, tiene un destino fatal. Esto resulta un tanto irónico a primera vista, ya que rechaza la moral cristiana más no a su forjador. Visto con otros ojos, se trata de la intriga de encontrarse con uno mismo y todas sus contradicciones, al igual como le sucede a Rimbaud. Pero el poeta se concibe profeta, «el de la orfandad», pagano y amoral, ése es el abismo que descubre en sí, un abismo ciego, «que fluye por los otros caminos del planeta, hundiendo su tiempo, en el tiempo de lo divino». El aventarse a ese abismo interno es el gran cuestionamiento del escritor y, en donde, como veremos más adelante, se encuentra siempre la poesía.
De ahí viene su identificación con Los Malditos, quienes «cabalgan devotamente, uno tras otro, apretando el carbón de la locura contra su alma». Si bien esta imagen los identificaría con los jinetes del Apocalipsis, lo cierto es que es la «locura blanca» la que los guía, la que atrae al poeta y que se refiere al «maldito trabajo de escribir». Pues la naturaleza terrible que ensalza y que genera tanto dolor al escritor no es su forma de vida, o su moral intrínseca, como sí sería el caso de Rimbaud.
Su grave problema es el haber sido elegido para escribir, para ser poeta. Las consecuencias de ello destilan en el poemario, es por ello que Mario Pera se cuestiona e intenta ser lo más sincero consigo mismo que pueda. Esa es la maldición que acosa al poeta y que, como en Una Temporada en el Infierno, exige dejar la infancia y todo lo aprendido, para poder escribir «un poema como el oro más puro», aunque tenga sabor a desesperanza, pero que, aunque muerto, todavía puede recibir la santidad. Es, en este sacrificio, de muerte de la persona, en la que debe resucitar, más allá del escritor o el yo poético, los poemas en sí. Aquellos que no volverán a su creador.

Epílogo
A manera de conclusión: Mario Pera nos guía, a través de estos poemas, por todos los «ruidos» de su vida, que van siendo canalizados por lo más profundo de la naturaleza del autor, en la búsqueda de una razón de existir que le dé el sentido al Universo. Entonces, la señal que le ha permitido interpretar la realidad es, en sí, la respuesta. El autor encuentra, entonces, que su verdadera labor es la trascendencia a través de la escritura, aunque esto sea, al mismo tiempo, una maldición. Este sacrificio permitirá —como él mismo dice— «Rehacer la fe y la eternidad/ sobre los muros desordenados del Edén».

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